jueves, 19 de enero de 2012

Mi isla.

El mar y el olor a sal, la humedad que empapa mi piel al instante, me reciben con los brazos abiertos. Dejo atrás muchas cosas importantes y queridas para estremecerme con esta sensación de libertad que se ha hecho familiar y muy necesaria, ya, para mí.
    Aquí los días son más tenues, como más reposados; las templadas temperaturas siempre acompañan y acarician los pensamientos más pretenciosos que quizás, en otro lugar, no me atreviera a tener. La luz del sol te mece, te acuna, no te castiga abrasándote la piel; el viento llega con complacencia para recordar que en la península existe el invierno. Pero aquí no, la primavera siempre está presente, en esos amaneceres naranjas que dan la bienvenida a nuevos despertares e ilusiones, que guían al sol, entre el mar y el cielo desde mi ventana; En los anocheceres que arrullan con suavidad el manto negro salpicado de estrellas vigorosas, que desde aquí, parecen, en toda ocasión, estivales. Tardes con su luz alegre que invitan a pasear y que te hacen sentir una estúpida pérdida de tiempo si te quedas en casa, porque fuera te está esperando la eterna primavera.
    Aunque el mar parece ser lo más relevante cuando se vive en una isla rodeada por un océano salvaje, aquí el campo es abrumador, también marcado por el influjo de las olas y los vientos alisios, así como por las explosiones volcánicas enérgicas, de otros tiempos, que han esculpido y moldeado el entorno a su antojo. A medida que se asciende por los escarpados y áridos barrancos es sencillo imaginar tribus primitivas viviendo al amparo de los vientos, entre cuevas que hoy parecen furtivas y tenebrosas. Es sencillo entender, entre esas cimas peladas por el viento, el poder de la naturaleza abrumadora, el tremendo valor de los primeros pobladores de estas islas, que  sin el desarrollo que hoy tenemos, sobrevivieron con los regalos que esta tierra volcánica ofreció a sus primigenios habitantes. Entiendo también, que estos paisajes, salpicados de contrastes, han creado una impronta en el carácter de sus gentes, que hoy viven en laderas de barrancos y fértiles valles abonados por lavas longevas.
    Más allá de los marcados barrancos que aguantan el envite de los alisios, se abren las cumbres verdes y plagadas de vegetación autóctona vigiladas por un roque que juega con la niebla, tentando al paso del tiempo, en equilibrio casi forzado pero sin ceder a la gravedad, pues él es símbolo de la isla y oteador vigilante de las alturas que contempla bajo sus pies, los adornos de estas tierras y de las otras islas Atlánticas que se percibes desde allá arriba, disimuladas entre mares de nubes. El pino, esencia particular y con apellido propio, es fiel y educado anfitrión, aún cuando las nieves tiñen sus ramas con fríos y blancos copos, porque allí, el lo alto de la isla, si llega el invierno, como si quisiese sentir también otras estaciones y no se conformara con su eterna primavera. El olor a savia de árbol se mezcla en ocasiones, según sopla la brisa, con esa esencia salitre que le da un carácter especial que no existe en ningún otro sitio.
    Y siempre, desde cualquier carretera, otra vez el mar, implacable, amigo, enemigo en las tormentas y libre, libre como mi isla que me habla en cada uno de sus rincones una historia distinta, que me hace soñar con ser un pájaro para recorrer desde lo alto toda su orografía de pequeño continente y me hace sentir el orgullo de los nacidos en esta tierra de mar, volcán, vientos, papas, queso, sal y fuego y que me hacen quererla como mía cada día que su olor me impregna.


1 comentario:

  1. Que preciosa,creia que la que veia y caminaba por esos paisajes era yo.

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