viernes, 22 de julio de 2011

La pequeña Julia, primera parte.


Era temprano. La pequeña Julia abrió los ojos y alentada por la suave claridad que entraba por los agujeros de la persiana,  se incorporó súbitamente y, de un brinco, se encaramó de la ventana. Al abrir los cristales contempló los olivos en formación, unos tras otros, alineados y verdes, como si se tratara de un escuadrón esperando órdenes. Aquella visión no le era desagradable, sin embargo, Julia cerró los cristales de un golpe. Se dio media vuelta refunfuñando y, decepcionada, comenzó a atusarse para plantarle cara a un nuevo y duro día de invierno.  Quería encontrar la imagen que se recreaba en su cabeza, quería ver los olivos salpicados de un blanco gélido y polar, quería ver los tejados cargados de copos, los caminos impregnados de huellas blancas de caminantes vespertinos. Siempre había tenido el deseo de contemplar su pueblo bajo el frio manto de la nieve, de ver esa estampa, que aún no conocía, hecha realidad.  Había visto, en alguna ocasión, como los copos que caían del cielo, se posaban en su mano formando  maravillosas estrellas de mil formas que se derretían veloces… tan veloces, que nunca llegaban a cuajar.
 Julia, a sus doce años, tenía una imaginación desbordante, era soñadora y vital; adoraba dejarse llevar, entre las hojas de los libros, hasta un estado casi hipnótico, un estado de duermevela,  en los que los límites entre el sueño y la vigilia, raramente estaban bien definidos. Volaba a lugares lejanos, inspirada por las letras que entraban por sus verdes y almendrados ojos, hasta su cerebro,  donde se retorcían y creaban miles de imágenes distintas y fantasiosas de una misma evocación. Las palabras se agolpaban en su cabeza y  resonaban caprichosas y libres, aún después de terminar lo libros que devoraba con curiosa avidez. Cualquier excusa era buena para ponerse a soñar despierta.  
   Aquella mañana, mientras bajaba las escaleras, escuchó una cantinela especial. Su abuelo estaba sentado en la cocina con miles de papeles esparcidos por la mesa. Tras él, una radio antigua, de esas que sintonizan las frecuencias con rosca, balbuceaba con claridad una estrofa : -¡¡¡125mil pesetas!!! -cantaban a coro unos niños de un colegio de Madrid-. La mayor ilusión de aquel anciano era repartir un poco de fortuna entre sus nietos. A Julia aquella escena tan cotidiana siempre le transmitía una mezcla de sensaciones: ternura y orgullo; nostalgia y tristeza. Se quedaba observando sin ser vista, cómo su abuelo guardaba entre sus labios una tímida sonrisa de ilusión, e intentaba imprimir en su memoria, como si de una fotografía se tratase, cada gesto de aquel momento para que no se le olvidara nunca. Después entraba animosa a la cocina preguntando: - Abuelo, ¿ya ha salido el Gordo?-  Ya verás como nos toca este año-  y él la miraba feliz infundiéndole parte de su entusiasmo.

2 comentarios:

  1. Como siempre las lagrimas corriendo por mi cara.Un beso muy fuerte.

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  2. Otra persona que le gusta tu escrito,casi casi llora.

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