miércoles, 19 de octubre de 2011

Verano del 95. ¡No había ningún lugar mejor en el mundo para pasar las vacaciones que el pueblo! 18 años recién cumplidos, una vida entera por delante. COU y Selectividad aprobados con buena nota; la matrícula de la universidad hecha. Agosto por delante, para disfrutar, reír, enamorar, nadar. Mis amigas veraniegas dispuestas. Pantalones cortos, vestidos de flores, bikini, sandalias planas y maquillaje. Perfecto plan. Allí estábamos las cuatro locas de siempre preparadas para ponernos el mundo por montera. Nos encontrábamos a finales de julio o principios de Agosto, cada una venía de un sitio diferente del país. Yo estudiaba fuera y ellas eran hijas de inmigrantes que volvían, de nuevo, un año más, a ver a los abuelos y a disfrutar de la libertad que el pueblo nos brindaba. Aquel verano iba a ser uno más de los tantos que habíamos compartido y de los que nos quedaban por compartir. Un verano lleno de locuras, ligues, alguna que otra borrachera, fiesta y fiesta. No había otra cosa en la que pensar. Para mí,  nada mejor, en aquellos momentos, que saborear al máximo la juventud. Compartir los días y pensamientos con mis amigas era el bálsamo perfecto para cualquier cosa mala que pudiera haber pasado durante el año y el frío invierno. Nuestra amistad era especial en estos meses. No viajábamos, ni deseábamos grandes cosas, sólo saboreamos las altas temperaturas bañándonos en la piscina mientras cuchicheábamos sobre algún chico guapo. Tomábamos café con hielo en el bar, veíamos alguna película y nos arreglábamos con toda la ilusión frente al espejo, atusando nuestras esperanzas en una noche de verano cualquiera. El tiempo no era suficiente, las noches se nos hacían cortas entre tanta diversión. Mi pequeño pueblo recuperaba la población y la animación. Se transformaba por la magia que le daban sus gentes. O yo lo veía así. No podría imaginar mejor lugar. No necesitaba playa, ni chiringuitos. Me bastaba saber que estaban mis amigas, que el que, consideraba el amor de mi vida, me miraría una noche cualquiera y me diría algo…
Por las tardes, sentadas sobre el verde césped de la piscina, hablamos del futuro: ¿Quién se casara primero de nosotras, quién tendrá un hijo primero, dónde trabajaremos, con quién compartiremos nuestras vidas? Nos reíamos dando respuestas poco esperadas a estas preguntas y hacíamos la misma promesa, verano tras verano: - Volveremos al pueblo, compartiremos nuestros veranos como ahora, volveremos, siempre volveremos-  Y al llegar septiembre, lágrimas de despedidas, promesas renovadas de tener nuevas vacaciones compartidas, rememorando momentos ya vividos, alentados por la canción de nuestros recuerdos. Año tras año, miles de segundos juntas, miles de sensaciones, miles de recuerdos, risas, crecimiento, sueños…
Verano tras verano intentamos cumplir nuestra promesa. Pero la vida nos lo va poniendo difícil. Los abuelos ya no están para ir a visitarlos, los trabajos no nos permiten vacaciones a la carta, algunas vivimos muy lejos;  queremos conocer el mundo, el pueblo ya no es aquel lugar maravilloso lleno de diversión, parece que al crecer, lo vemos de manera diferente y ya no somos cuatro…
Mi amiga enfermó cuando yo llevaba unos dos años viviendo aquí. Hacía tiempo que no la veía, porque ambas habíamos roto la promesa de volver al pueblo en verano. La noticia fue como un jarro de agua fría para mí. No podía entender cómo alguien tan joven podía padecer una enfermedad tan horrible. Me acordaba de los momentos en los que ambas habíamos planeado un futuro lleno de posibilidades para nosotras. Pero esto nunca estuvo en nuestros planes. Desde la distancia, tenía sentimientos encontrados. No estamos preparados para enfrentarnos a estas cosas y no sabemos qué hacer, qué decir, cómo ayudar. Quería saber de ella, pero no me atrevía a llamarla, por miedo a no saber cómo animarla, o tal vez, por pura cobardía. Me sentía impotente y egoísta por no estar cerca de ella. Al fin, la llamé en diferentes ocasiones pero no me cogió el teléfono. Respeté su decisión y su silencio pero estaba informada de todo por las noticias que mi familia me daban sobre su vida. Pasó como un año hasta que pude, saber de ella por su propia voz. En este tiempo, me preguntaba cómo se sentiría, cómo estaría enfrentándose a todo. Sé que no dejó de trabajar pese al duro tratamiento, que se casó con toda la ilusión del mundo con el chico que yo conocí años atrás. Que luchó todo lo que pudo.
Mi amiga murió hace dos años, una noche de agosto. Yo estaba en el pueblo y pensé en aquellos agosto en los que soñábamos nuestra vida. Una noche de agosto cualquiera soñábamos con tiempos felices; una noche de agosto, la enfermedad le arrebató los suyos. Fui a casa de sus abuelos. Entre lágrimas me contaron y enseñaron fotos de sus últimos años. En todas estaba hermosa y sonriendo. Comprendí por sus palabras que mi amiga luchó hasta el último instante, que aprovechó sus días, pese al dolor de la enfermedad. Aunque la tristeza no daba tregua y las lágrimas hacían un nudo en mi garganta, me sentí orgullosa de ella, de haber sido su amiga. Sólo sentí, en la última conversación que tuvimos, no haberle dicho que siempre la llevaré conmigo, que siempre recordaré los buenos ratos, las risas, las fotos, las sevillanas que me enseñó a bailar.
No sabemos cuándo nos llega el momento de abandonar esta tierra. Con enfermedad o sin ella, todos estamos andando en un sutil equilibrio que nos hace decantarnos, en segundos, entre la vida y la muerte. La enfermedad se supera, en muchísimos casos que conozco, pero lo más importante es superar el miedo, es superar la ansiedad de pensar en el futuro y vivir cada segundo cómo si fuera el último, saboreándolo, como lo hacíamos en aquellos veranos. Sé que debe haber instante de desesperación, de desconsuelo, en los que sé desea tirar la toalla de puro cansancio, mas también sé que hay esperanza, esperanza de vida y dicha entre tanto dolor. Lo vi en las fotos de mi amiga que me enseñaron sus abuelos; en sus ojos había felicidad, había optimismo, había vida. Pienso a veces, que a pesar de que nadie quiere la enfermedad, deberíamos saber, que estamos todos a sus expensas y que , en la salud, deberíamos aprender de algunos enfermos, como de las mujeres que he visto hoy en el reportaje, llenas de coraje e ilusión, como mi amiga, que luchó por ser feliz hasta el último segundo. Deberíamos aprender que la muerte forma parte del camino para, así, poder disfrutar más de él, porque al fin y al cabo, nadie sabe lo que puede pasar mañana. Siempre hay esperanza, siempre hay días de sol.
Dedicado a mi amiga María José; ella sigue viva en mis recuerdos. También a todos los que han sufrido o sufren la enfermedad. Siempre hay días de sol. También para los que están sanos, no esperéis a estar enfermos para luchar por la vida.



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