viernes, 7 de octubre de 2011

Para que no me olvides, primera parte.

Allí estaba, en un rincón de aquella extraña estancia, sentada en una silla de mimbre, con las manos entrecruzadas, la mirada pérdida, fija en algún recuerdo de antaño, oteando el parque cercano a través de los ventanales empañados. Su antigua melena negra lucía hoy recogida y escasa en un escaso y blanquecino moño. Su piel, llena de pliegues, aún conservaba cierto brillo, quizás matizado por la luz amarilla que inundaba la habitación; un otoño demasiado temprano, muchas hojas naranjas alfombraban el camino de entrada al parque que se divisaba desde allí y que hasta hace poco, resplandecía con un verde brillante;  un otoño abrumador, latente, rápido, alumbraba la escena como una metáfora. Ella no era consciente de mi presencia, como tampoco lo era ya de tantas cosas; el leve fresco de la tarde era atenuado con una mantita de lana que le cubría las rodillas y una chaqueta de cachemir que alguien habría tenido la gentileza de colocar sobre sus hombros sutiles; parecía que su ligero y delgado cuerpo ya no podía sostener más peso que el de sus propios huesos; un peso más sobre sus hombros, un peso más… 
Conocí a Doña Elvira una mañana de Mayo, 5 años atrás. Entonces, su pelo no era tan blanquecino, ni su piel tan arrugada, ni su figura tan tenue. Era una mujer, que a pesar de sus años, 67 recién cumplidos, transmitía mucho de vitalidad y frescura. Fue la primera en acercarse a darme la bienvenida en mi primer día. En seguida pude ver en ella y en sus ojos vivarachos, una luz especial, un vitalismo diferente. Sus ojos negros, maquillados, con pocas pestañas, pero largas, con sus párpados apesadumbrados por la gravedad y por los años que ella se encargaba de poner firmes abriéndolos bien, sus ojos negros, chispeantes y efervescentes te sonreían sin necesidad de mover los labios. Esa cosas que raramente pasan, enseguida hubo una conexión entre nosotras. Se acercó a mí y me dijo: -¡qué linda eres, niña, bienvenida a mi casa, vas a aprender mucho de nosotros, a llorar mucho y a reírte más!-  Pensé que seguramente tendría razón aunque entonces sus palabras no tuvieron el sentido que tienen ahora para mí.
Es posible que esa conexión invisible que surgió entre nosotras fuera la responsable de que Doña Elvira buscara mi compañía en nuestros ratos libres; he de decir, que yo hacía lo mismo porque me hacía mucho bien y me resultaba muy agradable escucharla contar historias de su vida. Elvira, como, por fin, me obligó a llamarla- (sin el Doña por favor, que el Doña ya no me vale) se fue con apenas 15 años de su pueblo castellano. Su tía se la llevó a “servir” a una casa de ricos. Nacida cuando terminaba la Guerra Civil, en su pequeño pueblo de Palencia, poco había que hacer ya, poco había que comer en la postguerra y mucho que sufrir. Y aunque ella poco quería servir a nadie, no dudó en buscar una mejor vida en la capital haciendo lo que le habían enseñado desde siempre, limpiar y limpiar, aunque sus sueños siempre habían sido otros. El señor de la casa, afamado empresario de aire liberal pero amigo por interés del régimen, era un gran amante de la cultura y todas sus facetas y, posiblemente por una alguna vocación frustrada de enseñante, tenía a bien enseñar a sus empleados a leer y escribir. Elvira fue una alumna aventajada y el señor no dudaba en prestarle libros. Al principio su cerebro se resistía al aprendizaje y terminar un texto se convertía en una tarea más ardua que las propias faenas de la casa, pero después de un tiempo, ella devoraba los ejemplares con curiosa avidez. Tan bien trabajaba para no defraudar al amo de la casa y tanto leía, que el señor con alma de mecenas y saltándose cualquier crítica de la sociedad de la época, decidió hacer de ella su propia Galatea y dotarla de una formación, académica y social. Como pago de la formación que estaba recibiendo, Elvira seguía trabajando en la casa del señor, sin recibir sueldo.
A veces, entre historia e historia, tenía que hacer una pausa y tomarse un rato para sosegar el peso de los recuerdos, recuerdos, que permanecían aún vivos en su memoria, pese a que, en ocasiones, carecían de detalles.  Me enseñaba fotografías que guardaba con un celoso mimo, ajadas por el paso de los muchos otoños, muchas en blanco y negro, algunas en color. Para ella, las más cercanas en el tiempo, tenían menos tonos cromáticos, estaban más borrosas que las más antiguas, a pesar de ser al revés para el que las contemplaba. En una de ellas, se la veía jovial agarrada del brazo de un apuesto caballero. La melena negra azabache, cortada a la moda de la época, con unas suaves ondas, un vestido oscuro, con falda amplia por debajo de la rodilla, adornado en la cintura con un lazo, guantes y un pequeño bolso a juego con los zapatos de tacón, no muy alto. Una sonrisa amplia, dichosa y un lunar al lado de la boca que no logro encontrar en su aspecto actual. El caballero, traje de línea sastre, más claro que el de ella, corbata oscura, bigotes prominentes, ojos sinceros y afables, sombrero  cogido en la mano, levantada sobre la cabeza, como quién quisiera hacer una reverencia o un cortés saludo, joven igual que Elvira. Detrás de ellos, una verja alta de hierro forjado con multitud de filigranas, una jardín en segundo plano, una fuente y a lo lejos, un edificio antiguo y señorial. Un viaje a Sevilla fue testigo del retrato de los dos amantes, ella y el hombre que robó su corazón, su gran amor, como cuenta melancólica pero feliz. Me dice más tarde, que el caballero del sombrero no es el padre de sus dos o tres hijos, no recuerda bien, si son dos hijos o tres los que tiene; suelta una gran carcajada, me agarra del brazo y me dice entre risas:-  no le digas a mis dos o tres o cuatro hijos que no sé cuántos son, no vayan a creer que se me olvidó alguno en algún lugar-  No puedo evitarlo y su risa me contagia. Durante un rato, no paramos de reír. 



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