sábado, 27 de agosto de 2011

Algún desconocido.

Día tras día, la rutina nos lleva a trazar pautas de comportamiento. Hacemos los mismos trayectos a las mismas horas; compramos el pan en el mismo sitio, paseamos a menudo por las mismas calles, repetimos, una y mil veces, los patrones de nuestro quehacer cotidiano. Y además de tiempo y espacio, coincidimos también con los mismos rostros, con las mismas caras, con distintas personas, que comparten con nosotros ritmos y monotonías. De todas esas personas, algunas se te hacen tan familiares como el propio autobús o la misma calle, forman parte de tu decorado, parecen estar puestas a propósito,  acompañando las situaciones, para que todos estos movimientos, cuasi automáticos, te resulten más humanos. Forman parte de nuestra escenografía al igual que los extras del cine dan relevancia a una escena o ayudan a hacerla más real. Y sin embargo, son desconocidos que se incrustan entre nosotros sin llegar si quiera a conocer, en la mayoría de los casos, sus nombres, sus trabajos, sus inquietudes…
Cuando estudiaba,  en mi paseo hacia la universidad, solía encontrarme, en días alternos y siempre en dirección opuesta a la mía, a un chico paseando a sus dos impresionantes perros daneses. Debía tener aproximadamente mi edad, tal vez dos o tres años más. Tenía una apariencia extraña.  Llevaba ropa oscura, largos abrigos grises o negros,  en invierno; camisetas de manga corta del mismo color, en verano. Botas militares atadas hasta media pierna, pantalones estrechos, cadenas colgantes desde su cinturón hasta las caderas, pulseras metálicas y algún pendiente. El pelo largo, castaño, adornado, en ocasiones, por una cinta que apretaba su frente. Sus ojos, grandes, marrones, con una línea negra de pintura que rodeaba todo sus contorno y que les daba una expresión profunda, misteriosa, triste. No sonreía, o por lo menos, en ese breve instante en que se cruzaban nuestras vidas, nunca le vi un atisbo de esta expresión en sus finos labios.  Arrastraba a los imponentes perros con una sola mano. Imponentes, porque el más grande de ellos, le llegaba hasta la cintura, y recuerdo, que mi desconocido,  era más alto que yo, alto y delgado; es posible, que el más pequeño, estuviera a la altura de la mía. Los animales me llamaban la atención tanto como él. El grande, era negro, con pelaje corto, perfecto, brillante, con una gran cabeza y la misma expresión que su dueño. El más pequeño gris, gris perla, igual de brillante, con rostro más fiero y ojos más despierto que se compañero. Imaginaba, que, a pesar de que su tamaño comparado con cualquier otro animal de su especie, era sobresaliente, ante su compañero, debía de sentirse pequeño, (yo no había visto un can tan alto en mi vida) y así, habría desarrollado una expresión más fiera y vivaz para compensar esta diferencia. Los dos iban acompañando, en equilibrio perfecto, sin tirar del brazo, a su paseante y juntos, los tres, parecían parte de lo mismo, de su propio universo particular. Los perros cobraban relevancia ante el hombre y, recíprocamente, el hombre ante los perros. Parecía, como si de todos los complementos que usaba el chico, no había ninguno que encajara mejor con él, que sus propios perros, de hecho, su atuendo iba en total asonancia con el pelaje y color de sus animales. Los tres altos, los tres oscuros, los tres asombrosos, los tres delgados, los tres misteriosos, los tres sorprendentes… Me gustaba encontrármelo y lo deseaba. Al principio, me daba miedo porque somos así, ante lo diferente ponemos trabas de defensa, pero a medida que se me hacía familiar, incluso me daba seguridad su presencia en la calle. Lo veía aparecer metros antes de cruzarnos e inconscientemente, sonreía pensando: - allí viene mi amigo oscuro, con sus oscuros perros-  y me quedaba tranquila como si mi vida, por este hecho, ganara en estabilidad.  No sé si él tuvo de mí, alguna vez, la misma constancia que él dejó en mi rutina; sé que sus perros sí. Al  principio ladraban a mi paso y yo me juntaba a la pared intentado evitar ponerles nerviosos. Pero a medida que pasaban los días, supongo que mi olor se les hizo, igual que  a mí su presencia, totalmente familiar y cruzaban a mi lado olisqueando mi pasos, con tranquilidad, tanto, que incluso, alargaba mi mano para acariciarlos sutilmente con la yema de los dedos, porque no me atrevía a más. Era nuestra manera de saludarnos, mientras que su amo, subía la cabeza, me miraba directamente a los ojos, un breve segundo, e ipso facto, bajaba la mirada de la misma manera que la sostenía en mis ojos. De la misma forma actuaba yo. Al igual que sutilmente acariciaba a sus animales, acariciaba sus marrones y maquillados ojos, por un instante, sin atreverme a mantener más tiempo conectadas nuestras almas porque me imponía su presencia. Jamás nos saludamos con palabras.  A veces, me lo encontraba en otros lugares distintos a nuestras rutinas, sin perros ya. Tal vez, compartíamos gustos musicales; por su manera de vestir no me era muy difícil adivinar qué música podría gustarle, y  definitivamente, estaba segura de que, al menos, parte de ella, era de mi elección personal. Por ello, coincidíamos también en algún antro de la ciudad,  fieles a este estilo de música en particular. Lo conocía en  la distancia, por su pelo largo, por su apariencia y por su estatura y me decía:-  ahí está, mi amigo oscuro, sin sus oscuros perros-  pero en estos casos, no me producía la misma sensación, al contrario, me creaba una cierta inquietud, un cierto desasosiego, una cierta sorpresa, pero siempre,  misterio, curiosidad…- ¿Le digo algo? ¿Me conocerá? ¿Cómo será su vida? ¿Cómo será él? ¿Estará triste? ¿Por qué nunca sonríe?-  Y así, me quedaba oteándole sin ser vista, desde la lejanía de un escalón alzado de un antro cualquiera de aquella ciudad y entonces él se acercaba, cruzaba conmigo esa mirada penetrante, una milésima de segundo en la que se conectaban nuestras almas, personalidades, pensamientos y yo intentaba mantenerla un segundo más, para intentar adivinar algo más de aquel rostro, de aquella presencia tan familiar y desconocida a un tiempo para mí, pero él,  en menos tiempo de lo que tarda un suspiro, en lo que tardaba yo en decidir si hablarle, bajaba su mirada hacia el suelo y sin más, seguía su camino, sin darme más opción que seguir imaginando , su vida, su persona, su esencia, sus inquietudes, como una de esas películas que no tienen un final definido en las que es el espectador el que pone la guinda final facilitando así que haya tantos finales distintos como espectadores de la obra. Y esto me hacía pensar en cuántas personas que coincidían con él imaginaban su vida y cuántas podrían, sin darme yo ni cuenta, imaginar la mía. Nunca jamás supe su nombre, nunca jamás hablé con él, nunca jamás sabré quién era, cómo se llamaban sus daneses, por qué los paseaba a esa hora y no a otra… pero es parte ya de mi historia, de una parte de mi historia y aunque pueda parecer por mi relato que él despertaba en mí, más que una curiosidad morbosa, no es así, porque hacia él, sólo sentía una sorprendente inquietud, deseos de saber, ansias de conocer lo desconocido, sin más idea romántica que la puede tener un investigador al investigar un caso, o un escritor, al encontrar una historia.
Sin duda, prefiero seguir en la inopia de su vida, de sus detalles personales, me atrae mucho más, al igual que en el cine, esta idea de imaginarme el final, de inventarme el argumento, porque aunque una vida real tiene más valor que una imaginaria, la inventada es a mi antojo y puedo añadir y quitar todos aquellos detalles que la puedan hacer más interesante o más aburrida, para que así, la rutina de los quehaceres cotidianos, sea más llevadera. Mis paseos a la universidad eran infinitamente mejores cuando lo veía acercarse;  mi vida interna, mi pensamiento, mucho más rico y despierto, al verle llegar con sus dos oscuros perros. Un desconocido sin proponérselos me hace escribir estas líneas años después y esto es en sí, lo que lo hace grande, familiar e importante en mi vida, al igual que muchos otros lo han hecho y lo siguen haciendo en mi día a día: la chica bajita que compra el pan conmigo a la misma hora, el señor de la camisa de cuadros, que trabaja cerca de mí, que vive en mi barrio, el conductor del autobús, los acompañantes que toman el café conmigo a primera hora de la mañana en el mismo bar… quizás los llegue a conocer algún día, pero no lo necesito porque ya los conozco y los valoro sin saber nada más de ellos que los que ellos saben de mí, porque forman parte de mis escenarios, porque tienen sus importancia y porque les agradezco, su presencia sutil, lo que aportan a mi imaginación, el contenido que le dan a mi rutina.

No hay comentarios:

Publicar un comentario