domingo, 30 de octubre de 2011

Cambio de estación.

Recuerdo los días de otoño. Saltar de charco en charco, llegar a casa empapada, sin miedo a la lluvia, sin paraguas, objeto absurdo a los doce años. Mamá me secaba el pelo con una toalla, después de la regañina y la amenaza de un buen catarro. La ropa calada se posaba en la rejilla del brasero. El pijama o un chándal calentito de felpa, un café clarito de puchero y mi abuela preparando unas suculentas migas, apelotonadas en la sartén de donde, gustosa, cogías con la cuchara tu ración para impregnarlas del líquido caliente…curiosa mezcla de ajo, pimentón, pan y cafeína, ideal para sucumbir a la calma de un día lluvioso. Aromas a tierra mojada, a pasto húmedo, sonidos de gotas rebotando en el cristal, algún trueno lejano. Y el mundo, fuera de las puertas de mi hogar, inseguro, frio, truculento. Dentro, cobijo, reposo, paz, calor… poco podía importar la tormenta, las hojas de los árboles, arrastradas por el agua, salpicando  la calle de colores ocres, el cielo gris. Toda la tarde para inventar juegos, ver fotos, imaginar, mirando a través de los cristales, un nuevo mundo de fantasía, alentado por la luz grisácea propia de un día como estos.  Mi abuelo, con su boina perpetua, que no se quitaba ni para estar en casa, a los pies de la mesa camilla, calentándose con el calor de las brasas, jugaba un solitario o leía un novela del oeste. Mi abuela viendo en la televisión las últimas noticias o buscando algo que hacer,  tal vez la cena o un nuevo café de puchero para el día siguiente. Papá, mamá, mi hermana y yo, jugando una partida de dominó, que casi siempre, yo perdía por mi falta de concentración y estrategia para estos juegos de mesa que nunca me he tomado en serio. Conversaciones cotidianas a la mesa, surgían con cada ficha colocada, dibujando figuras simétricas, que iban encajando como nuestros temas, enlazados por preguntas sobre nuestros días, el colegio, el trabajo, los deberes. Todos juntos, ahuyentando con acogedora cercanía y hospitalaria familiaridad, el frio invierno que se acercaba con veloz coraje.
                Principios de octubre, la ciudad monumental de piedra amarilla me espera con los brazos abiertos. Un nuevo curso comienza con renovada ilusión; tendrá que aguardarme un poco porque los olivos tienen más prisa en madurar sus frutos que hay que recoger verdes. No hace mucho frio aún, pero al llegar la noche, la brisa cambia y apetece, sensación maravillosa y placentera del cambio de estación, ponerse una chaquetilla o usar una manta ligera para cubrirse a la hora de dormir. Madrugamos, parece un día soleado,  no obstante, se perciben nubes oscuras que acechan por el horizonte. Los abuelos se quedan en casa, ya han trabajado bastante el campo. Nos colocamos ropas de faena, telas inservibles para el uso cotidiano por lo ajadas que funcionan perfectas para la nueva vida que las labores agrícolas les han dado. Desayunamos, preparamos algunas viandas a modo de merienda, y corremos a montarnos en el remolque, una vez colocadas las cajas que volverán llenas de preciosos frutos verdes.  El camino es una fiesta. Nos divertimos con los botes y saltos que los caminos rurales y el tractor, con su marcha tediosa, exageran particularmente. Exageramos también, los movimientos  de nuestros cuerpos, los gestos y las interjecciones de sorpresa y dolor, al compás de cada bache. ¡Huy, ay, pum, ah, hala, eh!, gritamos mi hermana y yo;  entre carcajadas pasamos la travesía mientras papá y mamá nos observan con una sonrisa en la cara, contentos de que aún, podamos disfrutar como niñas.  Llegamos al olivar que nos recibe con una suave brisa y el sol todavía luciendo. Repartimos las cajas y para animar la faena, bastante ardua, decidimos hacer una competición. Formamos dos grupos, mamá y mi hermana; papá y  yo y nos retamos orgullosos a recoger mayor número de cajas. Trabajamos animosos colgando de nuestros hombros los cestos. Una escalera por pareja para llegar a los lugares más altos y la técnica del ordeño eficaz para la tarea, fatal para las manos que siempre terminan terriblemente arañadas. Las primeras horas pasan volando entre piques competitivos, charlas y movimientos  veloces de manos. Después, empieza a aparecer el cansancio. Se van agotando las conversaciones y para animarme me pongo a cantar. No me  importa que me escuchen los cazadores u otros vecinos laboreros que anden por la zona. Mi madre me anima y me sugiere nuevas propuestas musicales. La música me inspira y renueva el esfuerzo. Canto sin parar hasta que me duele la garganta y mi padre me pide, por favor, que no continúe con mi repaso al género folklórico español. Hacemos un descanso. Mi momento preferido. Sentados sobre la tierra árida, amontonada en terrones o sobre algún asiento improvisado hecho con alguna piedra de pizarra o guijarro, calmamos la sed y el cansancio. Pan con chorizo o queso, agua, y si quedaba por casa, algún melón tardío. Se escuchan entonces los sonidos del campo, algún trinar de pájaros, un zarzal cercano  que se mueve con el estruendo de algún animalito que se esconde entre sus ramas, el viento entre las encinas. Aromas a tierra seca, jaras, olor a otoño.
Terminamos la jornada cansados con la competición, no hemos tenido la precaución de vigilar nuestros progresos y no hay manera de saber quién ha cogido más cajas. Discutimos dando argumentos incontrastables sobre quiénes han sido más rápidos. Aunque ya sabemos que poco importa. Es la hora de comer y regresamos a casa. Mientras papá recorre las hileras de olivos con el tractor, nosotras vamos subiendo las cajas llenas. No son muchas, pero suficientes para un mañana de trabajo. Montamos pero ya no estamos dispuestas a alardear de tanto rebote y bote del trazado. Por el contrario, el camino de vuelta es más tranquilo intentando que las cajas se mantengan en su lugar con su verde contenido. Estamos sucios, mi pelo cubierto de hojas de olivo, mis manos arañadas, sudor, tierra, manchas de aceitunas machacadas sin querer por las manos. Llegamos a la cooperativa y nos encontramos con otros vecinos que aprovechan el día, que se va nublando ya, las nubes del horizonte se han acercado hasta el pueblo, para acariciar como nosotros, las ramas de los olivares. Charlamos sobre la faena compartiendo inquietudes, descargamos y pesamos nuestro esfuerzo matutino.  En casa nos esperan los abuelos y la comida caliente que la abuela ha preparado. Cocido, una rica y reconstituyente sopa con artolana, chorizo y tocino de la matanza. No puede haber un almuerzo mejor para después del trabajo. Un ducha de agua bien caliente, otra vez un chándal calentito y empieza a llover. Se dan las condiciones idóneas para disfrutar de la mejor siesta del mundo. Digestión del cocido, sonido de lluvia, descanso para el cuerpo, recompensa para el duro trabajo. ¡Cómo echo de menos estos días!
                Principios de Noviembre, empieza por estas latitudes un tímido, muy tímido otoño. Es un día gris, el cielo gris y el mar gris. No llueve pero hace viento. Aunque las temperaturas han menguado un poco, son todavía bastante elevadas como para usar tirantes y llevar los pies descalzos, por lo menos, dentro de la casa. No hay nada que hacer. Es domingo y veo la televisión. Quisiera asomarme a la ventana y oler el pasto húmedo, reconocer los colores de mi otoño, pero no, sólo veo edificios manchados por el hollín de la carretera cercana, nada de ocres, naranjas, amarillos, marrones. Nada de jaras, olivos, frio apetecible, ni rastro de las sutiles señales otoñales. Físicamente no hay señales que me lleven a esa estación pero mi alma está llena de todas las sensaciones que el otoño del pueblo ha dejado impreso en mi memoria. Quisiera estar allí y tan sólo sentarme al cobijo del brasero mientras escucho fuera, el sonido de un invierno que se acerca.

3 comentarios:

  1. Que recuerdos tan preciosos,me encantan leerlos por que tambien son los mios.Un beso muy muy fuerte.

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  2. El olor del café de puchero, y el calor del hogar, acechado continuamente por las gotas de lluvia que golpean el cristal. Precioso,Eva.

    Una treintañera desesperada...

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  3. Gracias, Pilar. Un placer leerte por aquí. Saludos.

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