domingo, 9 de octubre de 2011

Para que no me olvides, segunda parte.

Tiene tres hijos y cuatro nietos. Se casó con un buen hombre al que quiso mucho,  aunque no le amó. Un hombre al que no le importaban las convicciones de la época que la dejó desarrollarse como persona y como mujer, porque, según cuenta, tenía muy poco carácter como para ponerse a pelear; era demasiado tranquilo y sosegado como para llevarle la contraria, noble y cariñoso, buen padre y amigo. Las pasiones se quedaron dormidas el día que el caballero de la foto decidió abandonarla. Se conocieron cuando ambos estudiaban en la universidad. Elvira, tras superar el periodo de formación que el mecenas liberal le había brindado, consiguió un nuevo trabajo de mecanógrafa y se emancipó de su cobijo señorial. Con todo el esfuerzo del mundo, el poco dinero, la lucha diaria por superar las trabas sociales, económicas e, incluso, legales que el régimen dictatorial imponía a las mujeres, pudo matricularse en enfermería.  Y en esos años, un estudiante de medicina, le robó el corazón y algunos sueños. Su idilio fue romántico, apasionado, pero no pudo superar las exigencias morales de aquellos tiempos. La familia del joven no estaba dispuesta a admitir a Elvira en su círculo cerrado de rancio abolengo. Una mujer sola, libre, que trabajaba fuera de casa y que no tenía ninguna intención de “bajar las orejas” ante los cánones, presiones e hipocresía reinantes, era  lo peor que podría ocurrirle en esta sociedad, a una familia que intentaba poner lo más fuera posible de su alcance, cualquier escándalo.  El caballero de sonrisa afable y traje de sastre, no pudo soportar la presión, -porque no la quería suficiente-  y se despidió de ella, diciéndole al oído que la querría siempre,  deseándole la felicidad que de esta manera, le estaba arrebatando.  Elvira lo sobrellevó con estoico orgullo; aparentemente, este dolor la hizo ser más fuerte,  pero dejó una cicatriz que la sigue acompañando. Cuando tiene un día malo, un día de esos en los que su enfermedad se presenta cruel, el entorno y las personas de su alrededor nos volvemos opacas y grises y sólo consigue acordarse de aquel hombre, de aquella pasión, de aquellos viajes.
Terminó la carrera y comenzó a trabajar en un hospital. Uno de los muchos pacientes a los que tuvo que dar cuidados, estableció una relación de cercanía especial con ella. Hablaban de libros, de gustos comunes y hasta algunas veces, de política entre susurros. Ella sabía bien que un hombre capaz de respetar y escuchar las opiniones de una mujer, era un hombre diferente y digno de respeto. Entre cuidados y charlas fraguaron una amistad sincera que mantuvieron una vez dada el alta. Paseaban por el parque, tomaban helados, compartían opiniones, desvelos, bailes...grandes amigos hasta que él le propuso matrimonio. Él siempre respetó su espacio y que ella trabajara, que se sacará el  carné de conducir, que se fuera con algunas amigas al cine, que leyera cantidades de libros, que pintara cuadros, otra de sus aficiones y que compartiera todo esto con el cuidado de sus tres hijos. Tuvo suerte, después de todo, comentaba, tuvo un mecenas que la ayudó a estudiar y otro, que la ayudó a vivir. Su marido murió demasiado pronto y con tres hijos en plena adolescencia, superó con éxito todos los nuevos retos a los que se tuvo que enfrentar una vez más. Afortunadamente, los tiempos iban cambiando. Hoy duda sobre su faceta de madre. Sus hijos están todos bien, con sus trabajos y sus nuevas familias formadas, gracias a ella. Comenta que no los trajo al mundo para que la cuidaran, que siempre intentó hacerlos libres, independientes y no ser un obstáculo para su evolución. Por eso decidió, en cuanto le diagnosticaron la enfermedad, vender sus posesiones, aprovechar sus ahorros y buscarse una buena clínica en la que la ayudaran a mantener vivos sus recuerdos. Sus hijos, al principio no estaban de acuerdo con la decisión, pero la aceptaron. La visitaban a menudo y compartían con ella fines de semana. A medida que fue pasando el tiempo, fueron espaciándose las visitas. Me pregunta si sus hijos habrán recibido poco amor, una educación incompleta, porque los crió para ser libres, pero no inconscientes, no irresponsables, no desagradecidos… ya apenas la visitan. Parece que la enfermedad de Elvira ha hecho más mella en ellos; han preferido olvidarla antes de que el olvido se los lleve. Se da cuenta y sufre aunque lo asume con tranquilidad. Quiere retirarse serena y poner todo su esfuerzo en recordar. Desde que llegó al centro, no hecho otra cosa que ayudar a los demás; dice que lo hace de una manera egoísta porque prefiere sentirse útil, prefiere sentirse enfermera que paciente. Participaba en todas las actividades llenando de humor y risas a los que la rodeaban, a otros enfermemos como ella.  Tenía la consciencia suficiente como para reírse de su desdicha y se inventaba nombres  nuevos para las cosas que no podía nombrar y escribía continuamente retazos de su historia en cualquier folio que me hacía leerle para mantener cercanos las cosas de las que no podía olvidarse. Algunos enfermos de Alzheimer tienen momentos, en los que la evolución de la enfermedad y los efectos de esta sobre sus doloridos cerebros, los hace manifestarse malhumorados y en ciertas ocasiones, hasta agresivos… A Elvira nunca le pasó. Simplemente perdía la mirada chispeante y se quedaba sentada con los ojos en un punto fijo. Yo la dejaba tranquila porque tenía la sensación de que en  estos momentos, estaba descansando y que, de alguna manera, repasaba su vida en silencio, porque a veces, la veía sonreír. 

Elvira me pedía que escribiera su historia, que completara los recuerdos vacios,  que le sacara fotos… Lo más duro de la enfermedad no es olvidar, es dejar de ser quién eras y que así, también te olviden. Lo único que no nos pueden quitar son los recuerdos, las vivencias y a ellos se les van de pronto, de un plumazo. Y con ellas se van también sus esfuerzos, sus luchas, sus amores,… también los momentos tristes, las malas experiencias, los llantos, las penas, el aprendizaje. Retornan a un estado primigenio en el que nada importa ya porque nada tiene sentido, en un mundo oscuro, vacio, sin luz, sin señales de lo que fueron… De sus alegrías y sus penas, de los que les hizo ser personas. ¡Qué enfermedad tan cruel que va quitándote poco a poco tu esencia! Sin embargo, entre tanto dolor, ahora entiendo el significado de las palabras que me dijo el primer día. He llorado mucho, aún  intentando no hacerlo pues es mi trabajo; me cuesta mucho no sentir su dolor e impotencia, pero he reído más, con el buen humor de Elvira, su contagiosa vitalidad y cómo se la transmitía a los demás pacientes, haciendo de lo negativo un motivo para inventarse un nuevo mundo hecho a medida, utilizando la música, la pintura, la literatura, para crearse un universo que complaciera a su vago cerebro. Es increíble ver como en fases muy avanzadas de la enfermedad, cuando ya apenas quedan señales de las personas que fueron, cuando ya apenas recuerdan si quiera sus propios nombres, puedes encontrar detalles de humanidad entre tanto olvido. Se mueven al son de la música, tararean canciones, se abrazan y besan, sonríen… yo les veo, les sigo viendo cómo eran, encuentro en sus ojos miles de historias que ya no me pueden contar. Se pierde sí, los recuerdos, el habla, el aprendizaje, pero no se pierde el espíritu, el alma porque todos reacción ante el cariño y la risa, ante las muestras de cercanía. No saben quiénes son, no saben quién eres, pero te sienten y contestan a tu cercanía con lo que les queda; una mirada, un leve gesto, una sonrisa o una canción son para mí suficientes muestras de que siguen estando ahí.
Allí estaba, sentada en su sillón de mimbre, oteando el otoño abrumador de su propia vida, en un profundo silencio reposando en sosegada calma. Me acerqué y me arrodillé a su lado sin decir nada pues ya no hacían falta palabras. Le acaricié el pelo y las mejillas intentando reconfortarla como se reconforta a un niño que llora; no reaccionó. Me mantuve a su lado un rato, para  que sintiera mi presencia, para que sintiera que no estaba sola. Para sentir que yo tampoco estaba sola. Me levanté, besé su frente y cuando estaba dispuesta a dejarla en su letargo, soltó sus manos entrecruzadas, agarró las mías y me dio el retrato que con tanto mimo guardaba, el de ella en su juventud acompañada de su elegante caballero, me miró a los ojos, nuevamente chispeantes y susurró:- para que no me olvides-. Cerró los ojos y se fue a descansar dando muestras de que nunca perdió su preciosa esencia de vida.

1 comentario:

  1. Ya estoy llorando como siempre,me gusto mucho tu relato,Un beso muy fuerte.

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